24 de Marzo
Día
Nacional de la Memoria
por la
Verdad y la Justicia
24 de
marzo de 1976 – 24 de marzo de 2010
Y por qué
se conmemora?
Para:
F
Condenar toda usurpación de los poderes surgidos
legítimamente por imperio de la Constitución
F
Impulsar en la comunidad educativa actitudes de
convivencia caracterizadas por el respeto, la libertad y
la tolerancia, pilares fundamentales de una sociedad
plural, de clara raigambre popular y de fuerte contenido
democrático.
F
Consolidar la memoria colectiva de la sociedad, generar
sentimientos opuestos a todo tipo de autoritarismo y
auspiciar la defensa permanente del Estado de derecho y
la plena vigencia de los derechos humanos.
El amor a la patria es uno de los principales valores
que deben regir la educación de cualquier ciudadano:
amor a nuestra Bandera Nacional, a cada rincón y confín
de nuestra tierra Argentina, Nuestro Himno Nacional y a
todos los símbolos patrios que nos representan.
La memoria nos ayuda a iluminar el presente y a generar
el futuro en la vida de los pueblos y en nuestras
propias vidas.
La historia es memoria de la vida de los pueblos, que se
fue construyendo en el tiempo, entre luces y sombras,
entre el dolor y la resistencia.
Argentina fue sacudida y violentada por la última
dictadura militar y por todas las dictaduras implantadas
en América Latina impuestas a través de la Doctrina de
Seguridad Nacional por los EE.UU.
Los golpes militares y sus mecanismos del terror,
metodologías que llevaron al asesinato, torturas,
desaparición de personas, destrucción de la capacidad
productiva del país, y los miles de exiliados dispersos
en el mundo, están en nuestra memoria........"
Paul Eluard ha dicho: escribo tu nombre sobre papel o
ceniza, en el buen pan cotidiano, en el umbral de mi
puerta, en las cosas familiares. Escribo tu nombre en el
rostro de mis amigos.
Nací para conocerte y nombrarte, nací para sentirte:
Libertad.
Cuando ves pasar el tren.
De
Malena Tytelman
¿Viste cuando estás parado en el andén, y ves pasar el
tren? Si mirás un poco, de repente pasa delante tuyo una
catarata de caras. El tren se termina de golpe, y es así
como un arrebato, y de todas las caras que viste hay un
par que te quedan grabadas. Grabadas en detalle, por lo
menos por un rato, porque ésas son las caras a las que
les encontraste algo...No sé...No es tan fácil de
explicar. Yo no iba buscando, pero miraba.
Lo que no faltaba nunca en mi casa eran argumentos para
convencer, para no dejar lugar a las dudas. Y yo tenía
ganas de creer.
O alguien baja del tren, y cuando ver irse a esa chica
de pulóver rojo descubrís algo conocido en la forma de
caminar, de mover la cintura, algo a veces como
exagerado, así...como camino yo. Y a mí me dolía, sin
saber bien por qué, ver cómo la del pulóver se alejaba.
A los dieciséis años me enteré. Me decían que sí, que
era verdad que era adoptada, pero que no me habían dicho
nada para cuidarme. Para cuidarme. Yo les quería creer.
O cuando estás sentado dentro del tren. En un momento,
de tanto mirar, entre ese mar de caras, ves a alguien
que se acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja.
Pelo lacio y oscuro. Como el mío. Me pasaba de estación.
Me olvidaba de bajarme mirando una oreja.
Me decían que mis padres biológicos me habían
abandonado. Que nadie me reclamara. Que no podía
esperarse nada de alguien así, que abandona a un hijo. Y
yo todavía tenía ganas de creer.
Cuando encontré mi identidad, y me encontré a mí y a mi
familia, abuelas, primos y tíos que sí me buscaban,
cambiaron de sentido mis viajes en tren. Ahora, si miro
una cara es porque me gusta, o porque algo de ella me
llama la atención, o porque descubrí que me encanta
mirar a la gente. Cambiaron de sentidos mis viajes. Dejé
de buscarme en los pasajeros. Empecé a disfrutar de
verlos a ellos, sin verme sólo a mí.
Una estirpe de petisas.
De
Patricia Zángano
Cuando ví el vestido, me di cuenta de que era bajita,
como yo. Todavía tiene las manchas, me dijeron, no
quisimos lavarlo. Yo sólo miraba el talle, y aquel ruedo
corto. Apenas me lo probé, supe que había sido mi mamá.
Qué suerte. Era bajita, como yo. Las manchas son de
sangre. Su sangre. La mía. Siempre quise ver el vestido
de parto. Pero la mujer alta no tenía ninguno. Las cosas
sucias se tiran, me decía. Tampoco yo quise lavarlo. Por
el olor. Es como tenerla viva. La mujer alta olía a
detergente. Y la casa. Y mis juguetes. Qué suerte. Era
bajita. Como yo. Y como la abuela. Y como la abuela de
mi abuela, que vi en aquellas fotos de mujeres
petisitas. Sentía mucha pena cuando aquel brazo largo me
pegaba. Y no menos pena si me daba una caricia. La mujer
alta no tenía fotos. Las paredes blancas y desnudas.
Limpieza de hospital. Mi madre parió atada a la camilla,
me dijeron. Las compañeras guardaron el vestido. Me
gustan las fotos viejas. Con pollera larga, con jeans o
minifalda. Una estirpe de petisas. Con una inyección le
cortaron la leche, me arrancaron de sus brazos, y un
gendarme me entregó envuelta en un paquete. A la mujer
alta le gustaban los regalos bien envueltos, con papeles
brillantes, con moños, bien prolijos. Se enojaba cuando
yo rasgaba el envoltorio en el apuro. Y volvió a
enojarse cuando abrí el paquete y vi el vestido. Desde
entonces nunca quise volver a la casa desnuda. Porque mi
madre era bajita. Como yo. Y como mi abuela. Y como la
abuela de mi abuela. Y tal vez como mis hijas. Y las
hijas de mis hijas.
|